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Se cumplen 49 años del recital más recordado

29/01/2018

Cuando el destino inexorable era el fin del grupo, los integrantes de la legendaria banda The Beatles regalaron una inesperada audición desde una terraza marcando un hito en la música popular del mundo.

George Harrison ingresó al estudio de Twickenham una fría y lluviosa mañana londinense de enero. Bajo su enorme bufanda azul, esconde la sombra de un futuro bigote y las terminaciones de una larga cabellera oscura. Al entrar por la puerta, el lugar que divisa no es el más cómodo ni mucho menos el mejor. Su pobre acústica, pensada más para filmar escenas de interiores que para grabar a la banda más grande del mundo, se combina con el poco calor que emanan sus paredes. Un calor ausente también en sus compañeros de grupo, que incluso a veces parecen ignorar su mera existencia.

Dentro del estudio, lo primero que observa el guitarrista es un conjunto de enormes cámaras de 16mm que transitan entre los equipos, acorde a su hábitat natural. Después de que el White Album viera la luz en 1968, a quienes decían ser “más grandes que Jesús” se les ocurrió la idea de hacer una película sobre su proceso creativo con un final casi mitológico: un concierto con nuevas canciones interpretadas para una audiencia inocente. La idea era de un Paul McCartney (James Campbell, para los amigos) atraído por un sonido rockero prestado por The Who y evidenciado por la densidad de Helter Skelter. Justamente, McCartney, de camisa arremangada, barba recortada y bajo al hombro, es quien hace mover de un lado al otro las cámaras. A pesar de la hora, el cavernoso ambiente de Twickenham y la humedad que cala hasta los huesos, el único de los Cuatro que al menos intenta hacer algo es Paul. Tras la muerte de Brian Epstein, representante del grupo, el bajista se hizo cargo de la titánica tarea de animar a sus compañeros a componer algo más o menos decente en horas donde el sol apenas se asoma. Es que un sindicato fuerte no permite filmar durante la madrugada, donde los procesos creativos cobran mayor relevancia, o al menos los músicos no bostezan tanto.

Harrison ve cómo McCartney y Ringo Starr dialogan. O mejor dicho, cómo el nuevo director técnico del equipo da indicaciones al baterista. Sin ser un iluminado, Ringo tenía muy en claro su rol dentro de la banda, lo que no significaba tampoco acatar todas las órdenes de un McCartney demasiado enérgico para ese entonces. Sin haberse sacado nunca su campera negra, el baterista oye pero no escucha. Mira a Harrison pero tampoco lo observa. Cree entender algo de lo que la artista conceptual japonesa Yoko Ono y John Lennon dicen luego de que surtiera efecto otra dosis de LSD. Algo de lo poco que hablan, ausentes en un viaje astral que solo tiene lugar dentro de sus cabezas, mientras Paul intenta que el flaco de patillas y lentes circulares al menos agarre aquella Gretsch blanca y toque un par de acordes.
“Vamos a probar Hey Jude otra vez”, vociferó el bajista, mientras dirigía la primera mirada de la mañana a Harrison, como si mágicamente hubiera aparecido. Si pueden encontrar una copia de la película (que pasaría a llamarse Let It Be), podrán ver el momento justo en el que George decide abandonar al grupo después de una discusión desesperadamente tranquila con McCartney, sobre cómo tocar correctamente la guitarra durante la canción:

“Voy a tocar lo que quieras que toque o no tocaré nada”, suplica Harrison. “Lo que sea que te guste, lo haré”.

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“Eran excelentes intérpretes, la química arriba del escenario brotaba a través de la música y el concierto en la terraza de Apple hubiera sido un gran primer paso para volver a actuar, para seguir haciendo historia”.
Demasiado famosos

Los Big Four estaban cansados ​​de ser tan fabulosos, cansados ​​el uno del otro y cansados ​​de todo el alboroto público que había convertido sus vidas privadas en una lucha constante por la paz y en ocasiones, por la supervivencia. A pesar de que todavía estaban en la cima de las listas, pasaban la mayor parte del tiempo en la compañía del otro, ya que el mundo exterior estaba obsesionado con cada uno de sus movimientos. Si a ese concubinato le agregamos la presencia de Yoko Ono y del poco entendible productor Phil Spector, es más que entendible el alejamiento de Harrison, que sentía un menosprecio exagerado por parte de sus compañeros.

“La idea de una actuación fuera de serie era demasiado buena como para dejarla pasar… Ringo, siempre pragmático, sugirió que suban a la terraza para tocar de una maldita vez”.

Encima George había regresado de visitar a The Band y Bob Dylan en Nueva York, donde observó las sesiones de lo que se conoció como The Basement Tapes. Dylan escribía por la mañana y se reunía con The Band por la tarde en el sótano de una casa conocida como “Big Pink”. En comparación, la banda de Liverpool estaba en su “invierno de descontento”. Después de unos días sin George, en los que John bromeó diciendo que deberían pedirle a Eric Clapton o Jimi Hendrix que tomaran su lugar, Harrison aceptó regresar. Pero con una condición: dejar de filmar las aburridas sesiones en Twickenham y mudarse al nuevo estudio en el sótano de Apple Records, ubicado en el centro del distrito bancario de Londres. Cualquier cosa iba a ser mejor que hacer Rock a las 8 de la mañana.

Dentro de la manzana

Una vez en Apple, Harrison invitó al pianista Billy Preston a unirse a las sesiones. Su soleada presencia ayudó a que la banda muestre un mejor comportamiento, o al menos olvide por unos meses las ganas de no verse las caras nunca más. Pero, en cuanto a la dirección de las nuevas canciones que estaban escribiendo no se resolvió nada, excepto que todavía tenían la intención de componer un álbum con nuevo material y grabarlo frente a una multitud.

En cierto momento, McCartney mantuvo una conversación tranquila con John Lennon, argumentando apasionadamente que los cuatro deberían volver a tocar, tal como lo hicieron cuando regresaron a Liverpool después de haber sido deportados de Alemania en 1961. Se entendió, dijo Paul, que ya no habría más películas como Help o A Hard Day’s Night. Pero, ¿qué tal un pequeño espectáculo? En respuesta, Lennon solo asiente con un simple gesto, él ya había anunciado que se iba del grupo.
Pero la idea de una actuación fuera de serie era demasiado buena como para dejarla pasar. Después de varias sugerencias, que incluían al Coliseo Romano, a una isla en Grecia o a la Pirámide de Giza frente a un grupo de desconcertados beduinos; Ringo, siempre pragmático, sugirió que suban a la terraza para tocar de una maldita vez.
Dado que el nuevo estudio de grabación estaba en el sótano del edificio Apple, organizar un concierto en la terraza significaba llevar todos los instrumentos junto con un sistema PA, micrófonos y cables. Era subir cuatro tramos de escaleras, a través de un pequeño acceso por una puerta, y en el techo, en medio del húmedo invierno inglés, junto con un equipo de cámara, ponerse a tocar bajo esa garúa que obligó a cubrir los micrófonos con medias de mujer para que no se estropearan. “Se suponía que era ladrón de bancos o un travesti”, recordó Alan Parsons, ingeniero de sonido de la banda, encargado de comprar las prendas y futuro fundador del Alan Parsons Project. “Dije ‘Necesitamos medias’. ‘¿Qué tamaño?’ ‘No importa’. Recibí muchas miradas extrañas”.

Escuchando Don’t Let Me Down a la salida del banco

Cuando los ahora Cinco subieron al escenario a la hora del almuerzo, fue su primera presentación verdaderamente en vivo desde el final de su gira de 1966 en San Francisco, California. El cuarteto realizó sólidas tomas de Get Back, Dig A Pony, I’ve Got A Feeling, Don’t Let Me Down y una de las primeras composiciones de John y Paul: One After 909.

Todo el concierto duró alrededor de una hora, antes de que los comerciantes del área llamaran a la policía, al notar que sus potenciales clientes solo alzaban la vista anonadados por lo que veían y escuchaban. A pesar de sus verdaderas intenciones, los oficiales solo pudieron pedirles que dejaran de tocar. “Siempre me sentí decepcionado con la policía. Habíamos llegado lejos y pensé ‘genial, espero que me arresten’”, recordó Ringo después. Como si la historia no pudiera ser más épica, el concierto fue filmado por Michael Lindsay-Hogg, quien décadas después revelaría ser hijo de Orson Welles.

“Los Big Four estaban cansados ​​de ser tan fabulosos, cansados ​​el uno del otro y cansados ​​de todo el alboroto público que había convertido sus vidas privadas en una lucha constante por la paz y en ocasiones, por la supervivencia”.

Después de casi medio siglo, nadie se ha molestado en preguntarle a Paul o Ringo qué más había en lista de canciones de ese día. Pero eran excelentes intérpretes, la química arriba del escenario brotaba a través de la música y el concierto en la terraza de Apple hubiera sido un gran primer paso para volver a actuar, para seguir haciendo historia. “Fuimos una gran banda pequeña”, recordó McCartney años después. Cuando ya Lennon y Yoko se habían desnudado al mundo. Cuando Harrison ya demostraba en un primer disco triple lo que sus compañeros no veían. Cuando Starr ya desarrollaba en el cine lo que no podía hacer en sus discos. Cuando él mismo y sus Wings seguían haciéndose cada vez más grandes.
“Espero que hayamos pasado la audición”, dijo el bajista luego de tocar Get Back desde lo alto del edificio, ante el aplauso de aquellos benditos inocentes que caminaban por ahí.

Y sí, The Beatles pasó la audición.

Fuente: Ignacio Martín – La Nueva Mañana

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